viernes, 8 de agosto de 2014

R.P. TRINCADO - SERMÓN DOMINGO VIII DE PENTECOSTÉS

Dice la Epístola de hoy: No somos deudores a la carne, para que vivamos conforme a la carne. Somos deudores de Dios: todo se lo debemos a Dios, que nos ha creado y nos ha dado todo lo que poseemos. Somos deudores de Dios y somos de Dios. No nos pertenecemos.

Si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Viviendo conforme a la carne moriremos espiritualmente. La muerte física es la separación del cuerpo y el alma. La muerte espiritual es la separación del alma y Dios, y sucede cuando cometemos un pecado grave. Si vivís conforme a la carne, moriréis: moriremos en la tierra con la muerte que produce el pecado y después moriremos con la muerte de la condenación eterna. Pero si con el espíritu hacéis morir (o mortificáis) las obras de la carne, viviréis: es decir, para vivir debemos vencer con las fuerzas espirituales que nos vienen de Dios las obras que provienen de los impulsos de la carne, a fin de que esas malas obras no nos maten espiritualmente. Si combatimos esforzadamente contra la carne y la vencemos, viviremos con la vida de la gracia en esta tierra y con la vida de la gloria en el cielo.


Tres son los enemigos del alma: demonio, mundo y carne, pero sólo la carne nos combate desde dentro. El demonio y el mundo nos combaten desde fuera, apoyándose en la carne, nuestro enemigo interno, y de este modo todos nuestros pecados provienen de la carne. Se suele creer que sólo los pecados de impureza son pecados de la carne. No. La mujer que es casta pero chismosa, es una mujer carnal. El casto pero avaro, es un hombre carnal. El que no peca contra la pureza pero tiene un carácter que lo hace intratable, es carnal. La mujer casta que tiene una piedad sentimental (buscando en la  religión sentimientos agradables; buscándose entonces a sí misma, no a Dios) es carnal. El sacerdote piadoso, muy “rezador”, pero cobarde, es carnal. Etc.
Porque no siempre cumplimos la voluntad de Dios, somos en parte carnales y en parte espirituales. Hay mezcla en nosotros, y según sea que predomine en nosotros lo carnal o lo espiritual, se nos puede calificar de “carnales” o de “espirituales”.
Dice San Pablo que los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne (Gal 5, 24). Esos son los espirituales. Manifiestas -dice- son las obras de la carne: fornicación, impureza, impudicia, lujuria -pero además de estos pecados de impureza- idolatría, hechicería -y también- enemistades, contiendas, celos, iras, riñas, disensiones, sectarismos (o partidismos), envidias, homicidios, embriagueces, comilonas, y otras cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo -agrega- que los que tales cosas hacen -alguna de ellas- no entrarán en el reino de Dios. En cambio -termina diciendo- el fruto del Espíritu es: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad (constancia o igualdad de ánimo), mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad (Gal 5, 19 - 23). Esto es lo que caracteriza a las almas espirituales.
Estamos, entonces, en guerra, desde que nacemos, contra nosotros mismos, contra una fuerza que hay dentro de nosotros y que nos quiere dominar y esclavizar: la carne. Y en esta guerra se vence negando a la carne lo que pide, no cediendo a las exigencias de la carne y, a veces, dándole lo contrario de lo que quiere: lo desagradable, porque la carne siempre quiere lo que agrada al hombre sin considerar lo que agrada a Dios. Dice la Imitación de Cristo: en resistir a las tentaciones se halla la verdadera paz del corazón, y no en seguirlas. Exactamente lo contrario dicen los psicólogos: para tener paz debemos satisfacer todos nuestros impulsos, debemos darle a la carne lo que exige. Cuidado. Los padres que consienten excesivamente a sus hijos, por ejemplo en materia de comidas, los crían carnales, fortalecen en ellos la carne y los guían, de este modo, al infierno. Esto de la condescendencia excesiva de los padres respecto de los hijos, es un problema muy común en el mundo moderno. 
Todos los católicos necesitamos combatir esa rebelión de la carne contra el espíritu, y para conseguir la victoria debemos someter nuestros impulsos a la razón y a la fe, lo cual es imposible si no nos hacemos violencia: el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan (Mt 11 12). También dice N. Señor: el que quiera venir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo (Mc 8, 34): la mortificación o abnegación, el combate contra los propios impulsos o deseos que se oponen a Dios, es, entonces, obligatorio para todos los que quieran seguir a Cristo. Esto lo comprende sólo el que ama a Cristo, el que verdaderamente lo quiere seguir, el que realmente quiera venir el pos de Mí.
Pero para que esta lucha sea eficaz no basta con refrenar sólo los deseos ilícitos, sino muchas veces también los lícitos, como cuando para enderezar algo lo torcemos hacia el lado contrario. Dice el catecismo que la mortificación consiste en dejar, por amor de Dios, algo que gusta y aceptar algo que desagrada a los sentidos o al amor propio. Ejemplo: el ayuno, por el que dejamos la comida que agrada y soportamos el hambre que desagrada. Muchos (especialmente mujeres) aguantan el hambre y son capaces de grandes sacrificios por la salud o la belleza del cuerpo, y sin embargo casi nadie soporta apenas un poco de hambre por la salud del alma, ¿cierto? Pero dice el sabio Kempis: refrena la gula y fácilmente refrenarás toda inclinación de la carne. Muchos recaen constantemente en los mismos pecados mortales por falta de mortificación: por nunca privarse, por amor a Dios, de lo placentero. Además de ser indispensable para someter a la carne al espíritu, la mortificación también se debe practicar como reparación de los pecados pasados: “si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente”, dice Nuestro Señor en Lc 13, 5. Nos podemos mortificar soportando el hambre, el frío, el calor, la enfermedad, la pobreza, las injusticias, el desprecio, el trato con personas que nos desagradan, privándonos de la televisión, de la música, de ciertas comodidades y mil etcéteras. En la vida cotidiana de los laicos hay muchísimas ocasiones de mortificación.
N. Señora de la Salette decía: los jefes, los guías del pueblo de Dios han despreciado la oración y la penitencia, y el demonio les ha ofuscado la inteligencia; se han transformado en estrellas errantes que el viejo diablo arrastrará con su cola para hacerlos perecer. Profecía cumplida en nuestros tiempos, en el clero conciliar, que por obra del diablo ya no predica la mortificación o penitencia ni enseña los principios de la verdadera oración cristiana.

Y en Fátima: hemos visto al lado de Nuestra Señora -relata Sor Lucía- a un Ángel con una espada de fuego en la mano izquierda; centellando emitía llamas que parecía iban a incendiar el mundo, pero se apagaban en contacto con el resplandor que Nuestra Señora irradiaba con su mano derecha dirigida hacia él; el Ángel, señalando la tierra con su mano derecha, dijo con fuerte voz: ¡Penitencia, Penitencia, Penitencia! Pero, con voz igualmente fuerte, el mundo responde en macabro coro con la Jerarquía católica: ¡libertad, libertad, libertad!

Termina diciendo San Pablo en la Epístola de hoy: el mismo Espíritu [de Dios] da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, siempre que suframos juntamente con él, para ser glorificados con él.